Las primeras noticias aparecidas en Occidente acerca del papel moneda fueron traídas por Marco Polo, viajero veneciano que en el siglo XIII hizo el camino de la Ruta de la Seda hasta Bejing, donde visitó la corte de Kubilai Jan, entonces emperador de China. En China, sin embargo, este tipo de moneda se venía utilizando desde el siglo VIII. En efecto, las enormes distancias que los comerciantes de aquel inmenso reino debían recorrer cargados con los incómodas monedas de cobre, o de oro, les hizo buscar una solución: así, en una ciudad se emitía un billete en papel cuyo valor equivalía a una cantidad determinada de moneda que se cobraba en otra ciudad. Por esta cualidad, los chinos llamaban dinero volante a estos billetes.
En Occidente, los primeros billetes no se conocieron hasta 1661, fecha en que, en Suecia, el cambista Johan Palstruch los usaba para entregarlos como recibo para quien depositaba monedas de oro o de plata en el Banco de Estocolmo, del cual era el fundador. En España no llegaron hasta 1780. Es inútil afirmar que se hicieron populares de inmediato debido a la comodidad que significaban para agilizar las transacciones y contribuir a la seguridad de los comerciantes.
Por moderno que parezca el término, el crédito ya existía cuando la economía se basaba no en la moneda, sino en el trueque o intercambio de mercancías. En este medio, un ciudadano, por ejemplo, ofrecía trigo a otro a cambio de manzanas. Pero podía suceder que para la cosecha de manzanas faltaran unos meses, de manera que el primer ciudadano aceptaba esperar a que se cumpliera la segunda parte del trueque. Y es que el crédito, entonces como ahora, se basa en la confianza, que es, entre otras cosas, lo que significa la palabra latina creditius, de la que procede.
Se sabe que 9.000 años antes de nuestra era ya existían el grano-dinero y el ganado-dinero, elementos ambos que se usaron para el trueque, es decir, como moneda de cambio, con preferencia a cualquier otros. Así, los primeros banqueros del mundo antiguo fueron los comerciantes que prestaban grano o ganado a los comerciantes que transportaban bienes entre las ciudades del mundo de la época en Fenicia, Asiria y Babilonia. En Grecia y en Roma los préstamos eran cosa corriente, al igual que en la India y en China.
Hacia 1250 antes de nuestra era existía un comercio organizado de obsidianas de Anatolia, material que por su naturaleza era indicadísimo para hacer con él las herramientas que se necesitaban para la caza o la agricultura. En Cerdeña, donde la obsidiana era abundantísima, este comercio pervivió hasta el III milenio antes de nuestra era y sólo fue sustituido por el de los metales preciosos.
Aunque existe evidencia de que en la antigua China y en la India ya se efectuaban préstamos de grano o dinero, la banca, en sentido moderno del término, nació en las ricas ciudades italianas de Venecia, Florencia y Génova, a finales de la Edad Media y principios del Renacimiento. La primera banca funcionó hacia el año 1100 en Europa y Oriente Medio, a cargo de los caballeros templarios.
En 1602, Jan van Oldenbarnevelst, gran consejero de Holanda, fundó la Compañía de la Indias Orientales y dos décadas después, la de las Indias Occidentales. Ambas se mantuvieron activas hasta el siglo XVIII, y controlaron el comercio mundial de las especias. En busca de lugares donde establecer sus factorías llegaron a América del Norte, donde fundaron, en 1622, la ciudad de Nueva Amsterdam, que luego se llamaría Nueva York. La Compañía de la Indias Orientales fundó asimismo la bolsa más antigua del mundo y la primera en negociar con activos financieros: los propios bonos y activos de la compañía. La Bolsa de Amsterdam funcionaba también como mercado de productos coloniales y publicaba un boletín semanal que recogía sus transacciones.